viernes, 22 de enero de 2016

Una infección nacional - Parte 1



Extracto del texto “La Peste”

“Una infección nacional”

En 1743 un nuevo brote de peste bubónica amenaza desembarcar en las Islas Británicas procedente de ultramar. Horace Walpole, miembro del parlamento inglés, escribe desde Londres a su amigo Sir Horace Mann: «La ciudad está furiosa, pues Ud. sabe, para los comerciantes no hay peor plaga que un freno en los negocios [...]. Yo estoy temeroso de que tengamos la plaga: una isla, tantos puertos, ningún poder suficientemente absoluto o activo para establecer precauciones necesarias, ¡y todas son necesarias! ¡Es terrible!».  El escenario es, esta vez, la Cámara de los Comunes y Walpole es el actor; pero se trata de una tragedia bien conocida: el Estado se bate, con un brazo atado a la espalda, contra la peste.  La historia enseña que las políticas públicas sanitarias comenzaron a implementarse con dificultad, venciendo obstáculos puestos por teólogos, supersticiones populares, universidades, colegios médicos, curias y comerciantes, cuya confusa fusión de intereses y presuntos saberes negaban aquello que los gobernantes, desde su privilegiado lugar de observación, veían con evidencia: hay contagio y hay medidas que pueden ordenarse para paliarlo. El conocimiento, sostenía Platón, debía ser requisito para el ejercicio del poder. Los relatos de la peste permiten concluir, en general, la tesis contraria: quienes ejercen la función de gobierno, quienes detentan el poder y la responsabilidad pública, tienen por ello acceso a un conocimiento que permanece oculto al hombre en el llano, sabio o ignaro, o que demora en adquirirlo. cursos de enfermeria

Tucídides, hombre político, logró averiguar el origen geográfico de la peste que afectó a Atenas, pero confiesa que ni él ni nadie acertó en su etiología ni tratamiento: «No aprovechaba el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones ni otros medios, de que usaban, porque en efecto valían muy poco». Los teólogos del Dios del Libro no se resignaron a una docta ignorancia y buscaron conciliar genocidio y  Providencia Divina. La lógica del Islam excluía la posibilidad del contagio: Dios, el único, no admite el azar de causas segundas; se enferma quien estaba predestinado a enfermarse. Bienvenida la muerte, ocasión de martirio. La tradición atribuye a Mahoma  la sentencia: «No hay contagio», que aparece en una lista de creencias supersticiosas que deben ser eliminadas: «No hay contagio, no hay adivinación por pájaros, no hay lechuza, no hay serpiente», resabios de animismo pagano que denotan un sistema causal caprichoso. Al beduino que por experiencia sabe que un camello sarnoso enferma de sarna a otros, responde el ulema: «¿De quién pudo contagiarse el primer camello?» cursos de maquillaje

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